Iztapalabra

Proyecto de comunicación interdisciplinario,

donde coexisten el periodismo escrito,

la radio y el video documental,

surgido en el FARO de Oriente,

y dirigido a la comunidad

del oriente de la Ciudad de México

Nuestras Raíces

Panorama de la migración 


Las familias del Oriente del Distrito Federal y sus alrededores somos de sangre migrante. Basta con revisar nuestro árbol genealógico para comprobarlo. Mi abuelos maternos, por ejemplo, son hidalguenses y forman parte de la ola de inmigrantes que en los años 40´s llegaron de provincia a trabajar en la Ciudad. Mientras mi padre, se cuenta entre los 12 millones de mexicanos que radican en Estados Unidos. Y yo, con estos antecedentes tengo claro que el signo de la migración también marca mi identidad.
Gran parte del explosivo crecimiento que sufrió durante el presente siglo esta zona de la Ciudad, ha sido fruto del fenómeno migratorio. El caso de la delegación Iztapalapa resulta ilustrativo: en 50 años su población creció más de 23 veces. De los 76 mil 621 habitantes que tenía en 1950, ha pasado a un millón 850 mil en 20101. En fechas recientes, la situación se ha invertido. De receptor ha pasado a expulsor de migrantes. En promedio, 16 de cada 1000 personas del Distrito Federal se van a vivir a Estados Unidos2 y el Estado de México se perfila como una de las entidades con mayor número de exiliados económicos del país3.
En cuanto a los Centro y sudamericanos indocumentados que se dirigen a Estados Unidos y Canadá, basta decir que el Oriente de la Ciudad se encuentra relativamente cerca de Lechería, colonia ubicada al norte del Valle de México, por donde desde hace más de seis décadas transitan los migrantes montados en la “bestia” con el ideal de lograr su “sueño americano”.
El Oriente de la Ciudad de México y sus alrededores está impregnado de la cultura de sus inmigrantes. Forma parte de nuestra vida diaria. Recuerdo a Sandra, quien es de Oaxaca, llevando tamales oaxaqueños al salón de clases. A don Cruz, también de la costa chica, platicando sobre cómo los oaxaqueños residentes en el municipio de Nezahualcóyotl se organizan para preservar sus tradiciones y costumbres. A Susana, ella de Puebla, invitándome a escuchar un buen son huasteco. Me veo a mí, orgullosa de mi herencia negra, conjugando el verbo chingar. Hubiera aprendido la lengua otomí, pero mi abuelo no alcanzó a verme nacer. A estas alturas es difícil diferenciar quienes nos sentimos migrantes, quiénes nativos y quiénes las dos cosas.
La llegada masiva de inmigrantes al Oriente de la Ciudad de México y área metropolitana data de 19404. La falta de programas eficientes para impulsar el desarrollo del campo, alentar la economía en las pequeñas comunidades, así como impulsar la creación de escuelas de diferentes niveles, generó que la gente de provincia emigrara en busca de mejores condiciones de vida. Paralelamente, el Distrito Federal estaba ávido de mano de obra barata que impulsara el desarrollo de las fábricas. Esta situación permitió que los nuevos residentes obtuvieran trabajo sin dificultad y se establecieran en la periferia de la Capital, donde encontraron terrenos a muy bajo costo.
Mención especial merece el arribo de inmigrantes a la delegación Iztapalapa en la década de los 80´s. Tras el terremoto que azotó la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985, se decidió reubicar a los damnificados en esta demarcación. A partir de entonces el lugar ha sufrido falta de agua, problemas de transporte y una depauperación visible5. Llegó el momento en que el Oriente del Distrito Federal dejó de ser una prometedora tierra para vivir.
Actualmente, México se coloca como el mayor expulsor de migrantes a nivel mundial6. Con esto, el Oriente del Distrito Federal y sus alrededores se ha convertido en un velatorio común. En este lugar vestimos de luto. Esta vez, también por los vivos. La causa, el exilio económico al que estamos sometidos sus habitantes. Tal como ocurre cuando se tiene un difunto, los migrantes que se van y nos quedamos experimentamos el duelo que genera la ausencia de un ser querido. Para despedirnos realizamos un funeral sin cuerpo presente que a veces se vuelve interminable. A la luz de los cirios nos indignamos, lloramos, resistimos. Al menos, este es el precio emocional que mi familia y yo hemos tenido que pagar a cambio de las remesas que nos permiten subsistir.

1 En las tres últimas décadas ha sido la principal reserva territorial para el crecimiento urbano del Distrito Federal.
2 Página oficial del Instituto Nacional de Estadística y Geografía. http://cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/df/poblacion/m_migratorios.aspx?tema=me&e=09
3 AFP y de la redacción, México, el mayor expulsor de personas, reporta el Banco Mundial, La Jornada, Economía, 10 de noviembre de 2010. http://www.jornada.unam.mx/2010/11/10/economia/033n2eco
4 Página oficial del municipio de Nezahualcóyotl
http://www.cdneza.gob.mx/index.php?id=historia
5 Diagnóstico socioeconómico y demográfico de Iztapalapa. http://es.scribd.com/erniaiztapalapa/d/47693719-IZTAPALAPA
6 AFP y de la redacción, México, el mayor expulsor de personas, reporta el Banco Mundial, La Jornada, Economía, 10 de noviembre de 2010. http://www.jornada.unam.mx/2010/11/10/economia/033n2eco

San Agustín Atlapulco, territorio en disputa


Por Gaby
En un cuarto de tabique sobrepuesto con techo de lámina, y una cortina como puerta, en 1990 mi familia –integrada por Francisco, mi padre --por entonces chofer de “chimecos” que cubrían la ruta Candelaria-Chicoloapan; María Eugenia, mi madre; Armando, mi hermano, de dos años de edad; y yo, Gabriela, de seis meses--, se estableció en San Agustín Atlapulco, colonia que no acaba de saber si pertenece al municipio de Nezahualcóyotl o al de Chimalhuacán.
Mi madre nació en San Lucas Michoacán, y mi padre en Puebla. El 23 de junio de 1988 se casaron por el civil en la colonia Agrícola Oriental. Mi padre se llevó  a vivir a mi mamá a la casa de sus padres, pero ella comenzó a tener problemas con su suegra, por lo que mi abuelo decidió darle dinero a su hijo  para que hiciera un cuarto en el terreno que tenía en la colonia San Agustín en Chimalhuacán, y así se fueran a vivir independientemente.
“Cuando llegué el 15 de Noviembre de 1990 a mi terreno apareció otro dueño, recuerda mi padre. Me dijo que me saliera y sacara mis cosas. Después me vino a amenazar con una pistola, diciéndome que me las iba ver duras con él, pero yo lo mandé a chingar su madre. Vinieron mis hermanos y fuimos a las oficinas a llevar papeles de los vecinos donde se comprobaba que aquel lugar  era mío”.
La colonia Ejidos de San Agustín se  fue urbanizando entre 1980 a 1990. Sus nuevos colonos por costumbre acudían al municipio de Chimalhuacán a solicitar servicios públicos, sin embargo no les hacían caso. Tenían que arréglaselas solos para tener servicios básicos como el agua y la luz. “Me ponía de acuerdo con mis vecinos Armando y Octavio para comprar entre los tres mangueras y abrazaderas. A cada rato teníamos que arreglar las mangueras porque otros se colgaban de ellas, o porque pasaban los carros y las rompían. Escarbamos desde la Avenida Luis Echeverría hasta nuestras casas, a unas cinco calles, para poder meter la manguera por debajo del suelo.  Y la luz también la jalábamos desde los panteones”, continúa relatándome mi papá.
La señora que vende dulces afuera de la escuela Niño Héroes fue una de las primeras en llegar a la colonia, alrededor de 1980. “Mi suegra, que vivía en la colonia Esperanza, me avisó que estaban vendiendo terrenos baratos aquí. Antes vivía en Olivar del Conde y no me gustaba porque está muy cerca del cerro. En aquél entonces me vendieron a 60 pesos el metro cuadrado. Cuando llegué todo estaba anegado, tuve que poner tabiques abajo de las patas de la cama para que no se mojara. Vivíamos en un cuarto de lámina. No había luz, teníamos que traerla de la colonia Reforma, pero a veces la gente nos robaba los cables”.
En aquel tiempo no había escuelas, sus hijos tuvieron que hacer la Primaria hasta Izcalli. Al concluirla les tocó inaugurar la primera Secundaria que se construyó en la colonia. La señora recuerda partir de entonces comenzó a vender dulces. “Antes estaba más joven, tenía fuerzas para jalar mi carrito entre la terracería, ahora Neza está pavimentando, pero tengo menos fuerzas. Las calles en tiempo de lluvia se encharcaban, sacabas una pata del agua y metías la otra, necesitabas dos pares de zapatos, porque ni modo de quedarte mojada”.
Llegó el año de 1994 y la siguiente generación comenzó a ir a la Primaria. A mi hermano Armando todavía le tocó estudiar en salones de lámina. ”Cuando llovía las maestras ponían tabiques en los charcos para poder pasar a los salones”, hace memoria. En 1996 ingresé a la Primaria, pero a mí ya me tocaron los primeros salones de tabique. El primer año salí en un bailable vestida de Tatiana, pero recuerdo que días antes me hice una herida en una banca de la escuela que no tenía tornillos. Siempre les faltaban los tornillos. Cada año la dirección pedía una cooperación a los padres de familia para el mantenimiento del mobiliario de la escuela, porque el gobierno nunca daba nada a nuestra Primaria.
Como a mi mamá María Eugenia ya no le alcazaba el dinero que le daba mi papá, comenzó a vender hierbas medicinales por el metro Pantitlán. Mientras mi mamá iba a vender, mi hermano y yo nos quedábamos en la casa de su amigo Jesús Guerra. Los padres de Jesús Guerra eran los fotógrafos de la colonia, siempre que había festivales en las escuelas o fiestas de los vecinos los tomaba con su cámara, atrapando los momentos más importantes de aquellas personas. Esa familia también se llevaban bien con el padre de la iglesia de Santa Mónica porque siempre ayudaba a la comunidad. Mucha gente asistía a esa iglesia en Miércoles de Ceniza, pero desde que se fue aquel padre la gente dejó de ir. Según rumores el padre se había robado dinero y por eso tuvo que dejar la iglesia.
Cuando tenía 8 años el actual auditorio era un centro cultural que además incluía el único parque de la colonia. Un día de repente los ejidatarios  de Chimalhuacán lo cerraron para convertirlo en un salón de fiestas. A partir de ahí los niños tuvimos que volver a jugar en la calle a las atrapadas. Cuando nos caíamos se nos enterraban las piedras. Desde entonces mi colonia dejó de tener aéreas verdes.
Cada año a mi colonia llegaba el circo. Se ponía en el llano. Por las calles pasaba una camioneta jalando una jaula con leones, a manera de propaganda. Todos los niños de la colonia salíamos a su encuentro para conseguir boletos  de descuento.
Pasaron los años y en 2002 ya estaba en la Secundaria. Entré a la escuela México, en la colonia Reforma. Con mis amigas iba a Plaza Neza, el lugar más divertido del rumbo, donde además podías ligar, o al Abuelo, la disco que todos los chavos de la “secu” conocían.
Mientras tanto en mi colonia corría el rumor de que pertenecíamos al municipio de Nezahualcóyotl. En ese tiempo Chimalhuacán era gobernado por Jesús Tolentino Román, quien decía querer ayudar a la colonia, sin embargo para entonces Nezahualcóyotl era gobernado por el segundo alcalde perredista, Héctor Miguel Bautista López, quien reclamaba la colonia como su territorio, argumentando que el Congreso local había establecido el 23 de abril de 1963, que Ejidos de San Agustín Atlapulco pertenecía a Neza.
Los de Nezahualcóyotl comenzaron a mandar patrullas para que vigilaran la zona. Chimalhuacán no se quedó con los brazos cruzados y también envió las suyas. Esta situación casi acaba en un enfrentamiento. Incluso los de Neza mandaron carros para la basura, mientras los de Chimalhuacán usaban carretas jaladas por caballos. El carro de Neza pasaba a las ocho de la mañana y el de Chimalhuacán a las dos de la tarde, pero para no quedarse atrás también empezaron a mandar carros.
Un vecino, el señor Carvajal comenzó a invitar a los vecinos a juntas que hacía en su casa, donde les decía que la colonia pertenecía al municipio de Nezahualcóyotl. Los vecinos se preguntaban porque hasta ahorita Neza la reconocía. Carvajal argumentaba que se debía a que los de Chimalhuacán no los dejaban hacer nada. Este señor actualmente está trabajando en el palacio municipal de Neza.
Gregorio Mendoza, el zapatero de la colonia llegó a la colonia en 1984, cuando había una que otra casa. El asegura que pertenecemos a Neza. Explica que los terrenos de la colonia no nos los vendió Chimalhuacán, sino el gobierno del estado de México. En 1990 puso su puesto de reparación de zapatos cerca de la calle Gustavo Baz, y hace ocho años lo trasladó cerca de la Lechería. “Aquí nunca me han asaltado, creo que la seguridad es buena porque colonias como la Reforma, la Escondida y la Romero Rubio son más peligrosas”.
El mercado de San Agustín siempre ha estado igual, hace como dos años lo pintaron porque un partido político regaló la pintura. Blanca, quien trabaja en la carnicería La Dama de las Camelias, propiedad de su mamá, dice que cuando escaseaba el agua y se acaba la de la pileta, se cooperaban entre todos los locatarios para llevar pipas. “Mi papá le dejó este negocio a mi mamá. No hay mucha seguridad en esta colonia, pues a mí me han asaltado, y hace catorce años asaltaron y mataron a mi papa a fuera del mercado”.
La colonia sin embargo comenzó a tener cambios verdaderos a partir del 2008. Neza y Chimalhuacán pavimentaron la mayoría de las calles, aunque todavía faltan algunas. Chimalhuacán cobraba 1,300 pesos por banqueta y 1200 por el encementado de la calle, en cambio Neza no cobraba nada, pero se escuchan rumores que después llegarán los cobros. El objetivo de es tener todas las calles de la colonia pavimentadas antes que acabe el año, pero según los vecinos las obras están mal hechas, señalan como ejemplo que no están metiendo drenaje. Sin embargo con estas obras Neza se ha ganado a la gente.
Lo que no se puede negar es que la pavimentación ha mejorado el comercio en zona, porque ahora hay más transporte y pasa más gente. Algunos venden pollo o tienen su verdulería. También algunas amas de casa venden golosinas. Para David, un comerciante, la colonia ha mejorado. “En1990 llegué al mercado. Para mí ambos municipios han estado ayudado a la colonia, unos con el programa Oportunidades y otros con la pavimentación”.
En mi colonia las mujeres son rifadas. Lo mismo hacen trabajo doméstico, por el que cobran entre 50 y cien pesos diarios, que lavan ajeno, venden comidas o cosas en abonos. Otras trabajan para la fábrica clandestina Juguetes MAG, pintando o empacando luchadores de plástico de los que venden en el mercado de Sonora. Cada millar de luchadores se los pagan en noventa pesos. La mayoría de las señoras que trabajan para esta fábrica rentan cuartos donde apenas caben su estufa y su cama.
Yo realicé estudios en Comunicación en el Cetis 49, que está en Xochimilco. Varias veces he intentado entrar a la Universidad pero no me he quedado. La última vez que me rechazaron me sentí muy mal, pero como a la semana me comentaron que en el Faro existía un curso de Periodismo Comunitario. Esa llamada me cambio el ánimo porque me dio la oportunidad de hacer este reportaje y conocer nueva gente.




La Unidad habitacional Guelatao de Juárez II, entre el miedo y las rejas
Por Mario
El 15 de octubre de 1975, Iztapalapa me recibió con las carencias abiertas. Yo no supe que fue ser bañado cuando uno nace, pues ese día como es clásico por estos rumbos, escaseó el agua. Una toalla retiró lo que tenía que retirar, y listo.
Era el año internacional de la mujer. Lucio Cabañas y Genaro Vázquez trataban de cambiar las condiciones de vida de los pobres en el estado de Guerrero. La liga 23 de septiembre era perseguida por el gobierno de Luis Echeverría. Felipe Cazals estrenaba las películas El Apando y Canoa. En la línea dos del Metro, estación Viaducto, ocurría el peor accidente de la historia de este transporte público, con saldo de 31 muertos y más de 75 heridos. Y en un predio de la colonia Xoco, Carmen Aguilar Said salía rumbo a la clínica, ubicada en la calzada Ermita Iztapalapa esquina Río Churubusco, para parir a Mario, el tercero de sus cinco hijos.
Mis primeros años los viví entre el pueblo de Xoco y en la colonia Roma; hasta que un día el lugar que me vio nacer me reclamó utilizando como pretexto un sismo. Era el año de 1985 y la historia es conocida, Jacobo Zabludoswsky nos la narró.
Recuerdo claramente cuando llegamos al barrio, circulamos sobre la avenida Ignacio Zaragoza en dirección hacia Puebla entre polvo, mucho polvo, naves industriales y una cuantas casas de color gris. El hospital del ISSSTE era lo único que rompía la monotonía del trayecto. Unos cuantos metros más adelante, pero del lado contrario de la avenida, casi enfrente de la clínica 25 del IMSS, dimos vuelta en una calle de terracería que nos llevó a una masa de edificios.  La Unidad Habitacional Ignacio Zaragoza, cuyos  habitantes son trabajadores del Departamento de Limpia de la Ciudad de México; la Unidad Habitacional Guelatao de Juárez I, propiedad en su mayoría de policías del Distrito Federal y algunos bomberos.
Más adelante, la Unidad Cabeza de Juárez II donde viven trabajadores de la desaparecida Ruta 100 y algunos voceadores; la Unidad Cabeza de Juárez I, de gente que tuvo acceso a créditos del FOVISSSTE, y hasta el fondo la Unidad habitacional Guelatao de Juárez II, también habitada por familias de policías, como la mía.
Cuando salía de aquel departamento era impresionante la sensación de estar alejado del mundo. De mi edificio a la colonia Renovación y la Unidad Vicente Guerrero sólo había tierra y  yerba seca. Tan pocas personas había por el rumbo, que uno tenía la sensación de estar en una especie de Chernobyl versión Iztapalapa.
Como en muchas colonias del rumbo, al abrir la llave de agua lo único que salían eran  unos ruidos raros, pero nada de agua. Como había que traerla de algún lugar la banda lo resolvió a su manera, abriendo un registro que se encontraba a unos metros. En la tubería adaptaron una llave que nos permitió el acceso al vital líquido, el único problema es que había que sacarlo con una cubeta, arrojándola al fondo del registro, pero no faltaban los chamacos que se metieran a controlar el llenado del recipiente que esperaba pacientemente una larga fila de vecinos. Al poco tiempo aquél sitio se volvió un espacio donde la comunidad interactuaba; seguro que de ahí salió alguna parejita, una comadre, o relaciones por el estilo.
Cuando me tocó por primera vez ir por las tortillas descubrí la diferencia que existe entre vivir en una colonia tradicional y en una Unidad. En este lugar no había tortillería, ni panadería, ni peluquería, ni recaudería, ni teléfono público. El mercado del barrio era un conjunto de puestos de madera con láminas de cartón, sin luz ni piso de cemento, donde sólo vendían frutas, verduras, carne, pollo, vísceras y fritangas, pero nada de tortillas.
Como los edificios estaban rodeados de baldíos al gobierno se le ocurrió llenarlos de toneladas de escombros producto del sismo del 85, sepultando de paso la vida dominical de los fieles devotos del futbol llanero. A raíz de este hecho se construyó la Deportiva Francisco I. Madero, con canchas que duraron empastadas tres meses cuando mucho. 
El proceso de cambio de vivienda, y por ende de escuela, no fue nada fácil. A mí la verdad  nunca me gustó la escuela. Recuerdo que desde el kinder me la pasaba ideando cómo salirme. En la Primaria fue lo mismo, inventar pretextos para no ir. Por tales motivos fui  víctima de la violencia familiar, de esa que naturalizamos como educación e invisibilizamos con el argumento de que es una medida disciplinaria.
Cuando me inscribieron en una nueva escuela opté por ejercer mi derecho a decidir  y a asumir las consecuencias. Las mías fue aguantar las madrizas que me pararon mi mamá y papá. Gracias a haber asistido únicamente a 27 días del ciclo escolar supe lo que se siente que le rompan a uno un palo de escoba en la espalda, un cable en las piernas, el cinturón de cuero más grueso, ganchos para la ropa, chanclas, en fin, todo clase de utensilios caseros.
En esa época prefería salir a recorrer lugares y lotes baldíos, donde conocí a mis primeros amigos del barrio, tan importantes o más que mi propia familia.
Uno de esos fue Raúl, al que le decíamos el Pelón. Vivía exactamente en el departamento de enfrente y era apenas un mes mayor que yo. Durante varios años fue mi mejor amigo. Formaba parte de una familia de ocho personas: cinco hermanos, su madre y su padre, que era policía auxiliar y ganaba un sueldo miserable. Dormían todos en una cama, y la casa estaba prácticamente vacía.  Ante las necesidades la jefa optó por colaborar en el gasto familiar, ejerciendo una profesión que la sociedad con su doble moral estigmatiza.
Con el paso del tiempo la gente la señaló, volviéndose incómoda la vida condominal. Esto se hizo extensivo para sus hijos. En ese tiempo aprendí a que las personas tenemos la capacidad de decidir a quién le llamamos familia, y desde entonces el Pelón se volvió parte de la mía.
En la “Secu” era parte de una pandilla integrada por el Piojo, el Chato, el Paisa, el Vladis y yo. Cada viernes solíamos ir a la casa del Piojo en la unidad Vicente Guerrero y nos instalábamos en la azotea, donde él tenía un cuarto improvisado que se convirtió en nuestro refugio. Hasta que faltando un par de meses para concluir el tercer grado de Secundaria me expulsaron de la escuela. Me fui a vivir la vida como yo sabía sin llevarme ni un solo documento. 
Empecé a juntarme con unos compas que lavaban patrullas. Un día llegó una combi al corralón donde trabajaban, pero antes de ingresarla le pasamos la báscula. Debajo de un asiento nos encontramos unos papeles y una bolsa con figuritas de peluche, lo que pensamos que no era el gran botín pero de algo serviría. Cuando revisamos a detalle la bolsa de los peluches nos encontramos envuelto en El Universal medio kilo de marihuana.
Sabíamos lo que era porque mi carnal el mayor de vez en cuando se fumaba un churro, mientras mi jefa se iba a trabajar. Por entonces mi jefe ya tenía como tres años que se había largado de la casa.
Después del descubrimiento fui  con el Verde, un cábula que tenía la fama de ser el más grifo del barrio, para intentar venderle un toque.
 ¿Qué tranza mi verde? Te vendo un toque, le dije.
 ¿Qué tal está? Porque si te compro un greñazo y no me pone te voy a poner en la madre, me advirtió.
¿Y cómo sé si es de la chida?, averigüé.
Pues fúmate un toque, güey, me contestó.
Entonces regresé con mi valedor y le conté los consejos del Verde, y sin reflexionarlo ya estábamos forjando un gallo en una hoja que le arrancamos a la biblia de mi jefa, para que la experiencia resultara divina.
Pero no crean que fue el gran negocio eso de hacerle al narcomenudeo, pues nosotros desconocíamos la cantidad que se tenía que dar por veinte varos, así que nuestros clientes se agandallaron unos greñazos bien rayados, además de que la neta apartamos un tanto pa’ nosotros.
Durante el correr del tiempo adopté a la banda, y la banda me adoptó a mí. El barrio fue cambiando, los vecinos se fueron enjaulando por los miedos inyectados desde los medios de comunicación. Las pocas áreas comunes se llenaron de rejas que nos dicen día a día la importancia que tiene la santísima propiedad privada, el bien individual sobre el bien común.
El barrio se convirtió en lo que es actualmente, me refiero físicamente: pocos espacios para reunirse, rondines policíacos que solo sirven para fomentar la extorsión de la tira hacia los jóvenes, las bardas de muchos edificios se revistieron de grafitisrústicos, la banda creció, pero muchos comenzaron a irse del barrio a la par que sus papás se jubilaban.
Las mujeres continuaron criando niños. Las madres trabajando como demostradoras de algún centro comercial o en el call center porque un güey nada más les hizo la gracia y se fue. Las mayores educando a sus nietos, inculcándoles una cultura que no tiene que ver con la realidad de la calle, y los adolecentes encontraron refugio en la mona y la violencia. Son pocos los que estudiaban, los que pasaban por la escuela se iban o ponían un negocio, porque siempre se ha mantenido así mucha gente acá. Pero también están los que optaron por ser policías, siguiendo el mismo destino que su padre.
Sobre la calle Enrique Contel se encontraba el puesto de hamburguesas del Maromas, que terminó convirtiéndose en el centro de reunión de un buen de banda. Un domingo, después de una borrachera que comenzó en Coyoacán y término en el estacionamiento de la Unidad Ignacio Zaragoza, nos encontramos el Ren, el Borrego y yo en el puesto de las hamburguesas. Habíamos quedado de llevar a reparar una llanta de la Caribe que nos traslado la noche anterior.
Mientras esperábamos  a Fernando, un cuate que nos prestaría un gato, se detuvo junto a nosotros un microbús del que bajaron como diez judiciales. A punta de putazos y con pistola en mano nos subieron al vehículo. Nos llevaron a la Agencia 44, y después de unas tres horas nos metieron a los separos. De ahí nos trasladaron esposados rumbo al Reclusorio Oriente acusados de robo; de nada valió que no fuéramos responsables de los hechos.
Los primeros días estuvo de la chingada. Como todo, lo más difícil es el proceso de adaptación, los putazos y el hostigamiento de los monos (custodios). Fue como migrar a un país distinto, con otra lógica, pero donde puedes encontrar parte de tu barrio. Las relaciones sociales que fui construyendo a lo largo de mi vida me sirvieron bastante durante los cuatro meses y diecisiete días que viví en el reclusorio Oriente.
El sistema no sólo castiga al supuesto infractor, sino que también recae en la familia, y en especial en las madres, a las cuales su educación las obliga a hacer todo lo posible por atender a sus hijos sin juzgarlos. Las doñas tienen que pasar por una serie de humillaciones el día de visita para poder convivir con su hijo, y digo hijo porque sólo a los hijos varones se les visita, las mujeres viven completamente en el olvidado.
Tuve que pagar fianza para salir a pesar de ser inocente (como 80% de los internos, según cifras que me proporciono un técnico penitenciario). Desde ese momento decidí limpiar mi nombre, y retribuirle de alguna forma al barrio todo lo que me había dado. Me puse a hacer labor social en la comunidad, sobre todo con los jóvenes.
Mi primera curiosidad fue el aprender, adquirir herramientas que me enseñaran a interpretar el mundo. Sólo que tenía un problema, eso se adquiere en las escuelas,  recintos en los cuales yo no me sentía muy cómodo. 
El sistema abierto fue la opción, pero como no tenía ningún papel que dijera que había pasado por una escuela, lo primero fue tramitar mi certificado de Primaria. Lo hice, y me lo entregaron quince días después. Ese mismo día fui a la oficina del INEA que se encontraba en la sede de la Delegación, para sacar el de Secundaria.
La persona que me atendió en el INEA me aplicó dos exámenes, le entregué mis papeles, y a los veinte días ya tenía mi certificado.
Me puse a buscar opciones para ingresar a la Preparatoria abierta. No tardé mucho en encontrar un espacio en la FES Zaragoza. Así que fui a realizar los trámites necesarios y listo; en menos de un mes ya me encontraba estudiando para mis primeros dos exámenes. Después de dos años conseguí mi certificado de  Preparatoria. Éste solo ha estado en una ocasión en mis manos, ya que el día que me lo entregaron lo llevé a servicios escolares de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la que estudié Etnología.
Durante ese proceso me acerque más a mi barrio. Después de haberme pasado una temporada en las comunidades bases de apoyo zapatistas, regresé con un montón de ganas de hacer algo.
Aquí en mi barrio existe gente con una gran infinidad de intereses, hay músicos de reggae, punk, versátiles, grafiteros, artistas del tatuaje, artesanos, entre muchos otros. Con algunos de ellos he tenido la oportunidad de realizar cosas, organizamos exposiciones callejeras de fotografía y pintura, cine para promover la no violencia, intentamos realizar una revista con la misma temática, y hemos organizado algunos talleres de música y cartonería.



De Yoxoyusi, Oaxaca, a la Ejército Constitucionalista
Por Ave
Hablar de Agustina Aguilar López, mi madre, es difícil. Tenía espíritu guerrero, brazos fuertes, sonrisa clara, conciencia justa. Nació en San Juan Cópala, Oaxaca, en la Mixteca baja. Entre los arbustos, las cascadas, la montaña, la milpa, la indignidad. Desde que nació tuvo que soportar muchas humillaciones, de entrada por ser mujer, segundo por ser triqui, y tercero por ser ignorante, aunque no tonta. Ella decía que no había agua más rica y dulce que la de su pueblo, que la de la ciudad sabía a tubería.
Vivió sin padres desde chica, sola con su hermana. En los 80, en Yoxoyusi, tuvo que soportar la represión del Ejército, las golpizas, y la persecución de su marido. Parió tantos hijos como pudo, pero no todos sobrevivieron; solo ocho quedan en pie. Los otros no quisieron vivir en un lugar desigual.
Cuando sufrió el abandono de su pareja salió adelante y crió a todos sus hijos. Hasta los 45 años, cuando la discriminación la mató, los gobiernos la mataron. No fue el cáncer.
Pero antes de eso me parió a mí, el penúltimo de sus hijos. Me dicen Ave y nací entre cobijas y petates en 1991, en Yoxoyusi, comunidad de San Juan Copala, Oaxaca. Mis primeros recuerdos comienzan aquí en el Distrito Federal, a los cuatro años, viviendo en puestos ambulantes de tres metros por dos. Por el día ahí vendíamos artesanías, y por la noche se convertía en nuestro dormitorio, acomodados como sardinas. Aeropuerto, Parque de los Venados, Cuajimalpa, Iztacalco, Iztapalapa, fueron algunos de nuestros hogares por cierto tiempo.
Mis recuerdos más claros son en  la Delegación Iztacalco, por la Ramos Millán y la avenida T. Yo era dueño de esos parques. Caminando descalzo en el suelo caliente, con el pantalón roto, la camisa mugrosa, la cara mocosa, ese era yo. Un bisnero. Recuerdo que pedía dinero, y cuando juntaba algo conseguía chicles y los vendía, con la ganancia compraba una torta y una Lulú de uva.
Me la pasaba tirando basura en el mercado o limosneando en las iglesias o tempranito en los tamales. Invertía mal mi dinero en las maquinitas o  jugando canicas en el parque a 50 centavos por piocha. Un día estaba Solovino –un perro callejero café con blanco, con una mancha en el ojo—durmiendo en medio de donde jugábamos canicas. Para despertarlo le grité al oído, y asustado me mordió el pescuezo. Me salió mucha sangre. ¡Ah que Solovino tan nervioso!.
Tan nervioso como mi mamá, que de buenas a primeras un día nos dijo que íbamos a  cambiar de casa. MAIZ se llamaba el lugar donde llegamos. Un campamento del Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas lleno de casas de cartón y cientos de niños de todos los tamaños y colores. Desde el triqui más güero, hasta el más chocolatoso, como el Gringo, el más negro de la pandilla.
Aquello era una verdadera familia. Había dos baños para cagar y dos para  bañarse, con sus respectivas puertas de lámina. Eso sí era compartir. Pero a las siete de la mañana y yo con chorrillo, no me gustaba compartir. Se hacía una fila como de diez metros. Todos con caras angustiadas. Unos, apretando los dientes; otros, agarrándose sus partes; los menos, platicando, y el Gobierno ( así le decíamos a Agustín, porque era el primero que entraba y el último que salía), dormido en el baño. También estaba Pedro, que se metía a leer El Gráfico, para desesperación de la banda.
A pesar de todo, aquél era mi nuevo hogar. Un patio grandote donde se armaban las cáscaras y todos jugábamos. Cuando llovía la cancha parecía de arenas movedizas que  te querían comer. Todo mundo terminaba chicloso y mugroso después de jugar ahí.
Cuando llovía nuestras casas parecían regaderas. Nos la pasábamos masque y masque chicles para tapar los agujeros, pero el remedio sólo ayudaba a que no cayera tan duro el agua, porque el piso de tierra se hacía lodo al instante y teníamos que sacarlo a jicarazos. Pero eso pasa hasta en las mejores familias, ¿no?.
Bueno, al menos eso era lo normal en Iztapalapa, en la colonia Ejército Constitucionalista. Tan cotidiano y normal como ver a los carteristas correr a toda velocidad y a los polis dejarlos ir; mirar como van y vienen los que reparten el vicio; sacarles la vuelta a  los que se agarran a balazos o participar en las peleas campales.
A mí y a mis compitas no nos llamaba la atención ese tipo de relajo, lo que sí nos atraía era el grafiti. Pero más que eso salir por las noches como ninjas a robar duraznos en la unidad habitacional Cabeza de Juárez II, era toda una misión. El Gringo era el vigía, el Mascapiedras cargaba al Inchopil, y yo, el Ave, cargaba al Huesos, mientras el Roco y el Chupadedos se metían a recoger los duraznos. En menos de lo que canta un gallo el Gringo gritaba: “¡Corran!” Y todos salíamos corriendo a más no poder. Al final nos repartíamos el botín de guerra en medio de las risas; duraznos verdes expropiados limpiamente.
Nos escondíamos en la deportiva Francisco I Madero que estaba rodeada por tubos, pero tenía un espacio que permitía que entráramos y saliéramos. Al lado había un campamento de casas de madera y carros estacionados. Los niños jugaban en un pedazo de banqueta, donde más tardaban en patear el balón que éste en llegar a la otra portería.
Rumbo a nuestra comunidad, a fuerza teníamos que pasar por el deshuesadero que esta atrás del RTP. Lo cruzábamos corriendo a toda velocidad porque el callejón casi no tenía alumbrado. Al llegar a casa nos metíamos a ver la tele, pero poco nos duraba el gusto porque a cada rato se iba la luz. Cuando eso pasaba todos salíamos gritando y aventando tierra y piedras para ver a quién le caían en medio de la oscuridad. Lo único que se alcanzaba a ver era el ISSSTE de la avenida Zaragoza, un edificio grandote, con un montón de ventanas y una escalera grandísima.
Lo bueno de que se fuera la luz era que toda la comunidad salía a chismear y los niños a jugar a las escondidillas, aunque no sé de quién nos escondíamos si ni el deportivo se veía. Otra cosa buena era que se podían ver las estrellas y hasta el Mugres salía, aunque se volvía a meter cuando la banda empezaba a cabulearlo diciéndole que se riera para que supiéramos dónde estaba.   
En medio de la oscuridad todos nos poníamos a contar cuentos de terror, y después ya no queríamos estar solos en medio del patio. Cuando regresaba la luz nos poníamos a idear qué hacer. A veces era nuestra valentía la que estaba a prueba, nos acostábamos en medio de la calle Enrique Contel a esperar que pasaran los carros, nos vieran y nos esquivaran. Hoy pienso que eso era pendejez.
Poco antes de la medianoche nos metíamos al campamento porque había toque de queda. Bueno, así  decíamos nosotros porque a esa hora cerraban la puerta de acceso a la comunidad. Tiempo atrás el lugar era tranquilo, pero el alcohol  empezó a provocar problemas. Por la madrugada todos tenían que salir a echar putazos porque los borrachos le pegaban a un compa o molestaban a una compañera.
En la Ejército Constitucionalista reconozco los lugares donde  te puedes meter o donde no. Desde chico aprendí que en el mercado Emiliano Zapata te roban, así que tenía  que buscar otro lugar donde comprar las tortillas, las verduras o cosas así.
Atrás del mercado esta la parroquia, pero es muy difícil que ahí te bauticen un hijo o realices otra celebración porque te discriminan. Enfrente de esa iglesia hay pequeños quiosquitos donde se sienta la banda a ponerle al vicio.
Metiéndote entre los callejones llegas a un estacionamiento conocido como Gatos, donde se junta la tropa: los carteristas, los que roban carros, los que asaltan cuentabientes y los tontos que apañan a los del Conalep. Hasta las señoras hacen negocio ahí, porque ponen sus puestos de chicharrones, frutsis congelados, gelatinas y dulces.
Ese es unos de los lugares donde no te debes meter porque siempre hay redadas y la policía agarra al que se le atraviesa. Enseguida está otro estacionamiento donde se juntan los de la Charlot, ahí de plano ni nos acercamos porque hasta los de Gatos dicen que esos secuestran.
Rumbo a la Deportiva se encuentra el segundo mercado, como es conocido por el rumbo, pero si el primer mercado está chacal, acá todavía son más gandallas. Cuando llegábamos a ir por ahí, a pesar de estar bien morros nos robaban nuestros pesitos. Esta parte es conocida como la I.
Detrás del segundo mercado está el Conalep, que divide la I de la II. Ahí de plano roban a todo el que pasa.
Yo estudié en la secundaria 201, Carlos Chávez, mejor conocida como la Lecumberri. Era todo un show: la banda moneaba en los salones, grafiteaba la escuela, cogía en los baños y robaba a los profes. El nivel académico estaba de la chingada.
Ahí conocí a Arak, la muchacha más linda y lista del salón. ¡Cómo me gustaba!, pero no pasó de amiga porque ella decía que no le gustaban los niños que olían a pañal. Creo que por ella escogí la clase de Artes Plásticas. A medio año la cambiaron de escuela porque los profes dijeron que daba para más y que su potencial se iba a perder si se quedaba con nosotros. Tardé en recuperarme después de que se fue.
Con el tiempo me di cuenta que Minerva, la gandalla del salón no lo era tanto, y me empezó a gustar. Era alta, güera, de ojos cafés y buena para los putazos. Por su lenguaje se dejaba ver que era de la perrada. Lo último que supe de ella es que está saliendo de su segundo embarazo.
Más tarde me volví a encontrar a Arak, un día que de casualidad pasé por su casa. Nos volvimos buenos amigos, pero entró a la Preparatoria y dejó de pensar, para repetir lo que le decían los maestros. Eso hizo que me empezara a ver como objeto de su investigación, y que finalmente yo terminara separándome de ella.

Con la sierra de Puebla en la memoria
Por Leonel Pérez

Migré siendo niño. Por aquellos días de 1970, la construcción de la carretera apenas comenzaba. Dejamos atrás Ahuacatlán, Puebla, caballo por la Sierra Norte de Puebla, dejando atrás mi pequeño pueblo natal, Ahuacatlán, mis amigos, mis juegos, la comida que mi madre preparaba en la vieja estufa alimentada con leña. Quedó grabado en mi memoria el olor a tierra mojada, el cielo pintado de un azul intenso, y las nubes que a cada instante se hacían más densas; como si el cielo se entristeciera por nuestra partida.
Miraba el rostro de mi madre y mis hermanos, y no eran tan distinto al mío, también dejaban traslucir una intensa nostalgia.

Por entonces yo tenía apenas siete años de edad, pero me daba cuenta que los motivos por los que mis padres habían decidido salir de allá: la falta de oportunidades para trabajar, pues la mayoría de la población se dedicaba a la agricultura y al comercio.

Mi abuelo paterno, junto con mi padre y mi tío, compraban reses para vender carne los domingos de plaza. Mientras vivió mi abuelo las ventas fueron muy buenas, pero al faltar él, por las diferencias entre las familias, se vino abajo el negocio. Más tarde mi padre optó por hacer fletes con las bestias de carga que había comprado, en la única ruta comercial que existía, Zacatlán-Ahuacatlán, actividad que no fue fructífera. No mejoró la situación ni aún con la ayuda de mi madre, que con su máquina de coser; maquilaba camisas, para la principal tienda del pueblo. Por otro lado, solo había Primaria, y la preocupación principal de mis padres era que sus hijos tuvieran la oportunidad de seguir estudiando.

Nuestros primeros meses en la ciudad de México fue una etapa muy difícil. Habíamos llegado para superarnos, pero en Ciudad Netzahualcóyotl, donde vivíamos había muchas carencias. Cientos de terrenos baldíos, tormentas de polvo atroces, y en épocas de lluvia los lodazales estaban a la orden del día. Para colmo teníamos que acarrear agua de las casas vecinas, porque por entonces apenas habían iniciado las obras para meter el drenaje. La luz también había que traerla de lejos, y siempre existía el riesgo de que la saturación de cables terminara quemando las líneas.

Adaptarse a la vida de una ciudad que se estaba conformando era difícil, pero el hecho de no compartir las costumbres de la ciudad volvían más difíciles las cosas. Mi padre siempre añoró sus caballos, y no dejaba pasar la oportunidad de contar historias sobre ellos. Mi madre soñaba con la casa que tuvimos. Durante mucho tiempo sintió nostalgia por su jardín, la huerta de árboles frutales, la cocina y los guisados que parendió en su infancia. Durante las comidas del domingo nunca dejábamos de recordar los ríos, la iglesia, o la gente que habíamos dejado atrás.

Al paso de los años me he dado cuenta que mis padres tomaron la decisión correcta al venirse a la capital. Haber emigrado al Distrito Federal marcó mi vida y la de mi familia, integrada por mis dos hermanas, mi hermano y mis padres. Hoy en día nos sentimos parte de Neza, sin embargo, el tiempo nunca ha diluido de nuestra memoria a Ahuacatlán, Puebla.


Reencontrándonos con nuestra historia

Por Jessica Cruz


La historia de mi familia comienza alrededor del año de 1920, cuando Juan y Aurora comienzan un romance en San Miguel Texquiepec, Oaxaca. Aunque sólo tenían 15 años se juntaron, procreando seis hijos: Carmen, Juana, Herminia, Faustino, Ángel y Carlos. Este último decidió dejar su publo natal a los 10 años, viniéndose a trabajar al Distrito Federal con una de sus tías.
Tras la muerte de su tía consiguió trabajo en el mercado de La Merced, como vendedor de verduras. Aquél pequeño salario le permitió rentar un cuarto en una vecindad, empezando una vida independiente. Sin embargo, los gastos de mantener un hogar, le impidieron mantener el vínculo con su pueblo, pese a que trataba de continuar unido a sus raíces.
En esta vecindad conoció a Adela Vazquez, con quien se casó, y tuvo cinco hijos: Armando, Enrique, Víctor, Verónica y Guillermo.
Mi abuelo Carlos se sigue dedicando a vender frutas y verduras, pero ahora en el mercado de la colonia Ignacio Zaragoza, en el cual es propietario de dos locales.
Para mi abuelo el costo emocional de la migración fue muy alto, ya que todo le recordaba aquél pueblo que había dejado atrás. Hace algunos años, cuando su situación económica había mejorado, decidió llevar a sus hijos a San Miguel Texquietepec, para que conocieran el lgar de dónde provenían. Ahora, año tras año la familia viaja a Oaxaca durante las fiestas patronales. En cada visita van reencontrándose con su origen, con la historia de su familia, y con tradiciones de sus ancestros, como el juego de pelota que continúa practicándose en aquella región.

Orígenes mexiquenses

Por Yazmín Romero Villegas

Cuando nos presentamos en otros lados decimos que venimos del DF, que somos orgullosamente chilangos, pero en realidad hay muy pocos que pueden afirmarlo. Las raíces de la mayoría de nosotros se encuentran lejos. Mis abuelos maternos José y Esther, son originarios de Cimal y Ozumba, en el estado de México.
Mi abuelita llegó al Distrito Federal, a los 15 años, para trabajar como costurera en el Puerto de Liverpool, una tienda de mucho prestigio en el centro de la ciudad. Por entonces vivía con su hermana mayor Julia, que ya estaba casada.
Mi abuelito José también había tenido que dejar su pueblo y venirse al DF. Tras el asesinato de su padre, sus tíos lo despojaron de sus tierras y amenazaron con materlo sino dejaba Cimal. Llegó a Xochimilco siendo muy joven, y al poco tiempo consiguió trabajo como ayudante de peluquero, oficio al que se dedicaría el resto de su vida.
Sin embargo, mis abuelos no se conocieron en la ciudad de México. Un día en que mi abuelita estaba de visita en Ozumba, su pueblo, se fue con un grupo de amigas a moler el nixtamal. Cuando regresaba, cargando las cubetas de masa, dos jóvenes, entre ellos mi abuelo, se acercaron al grupo de muchachas ofreciéndoles ayuda. En la plática salió que mis dos abuelos vivían en la capital, ymeses después tuvieron su primera cita. Después de tres años de novios se casaron y tuvieron doce hijos, de los cuales les sobrevivieron nueve, entre ellos, Rita, mi madre.
La historia de mis abuelos paternos fue diferente, mi abuelita también era originaria de Ozumba, en el estado de México. A los 15 años empezó a trabajar en una fonda, donde atendía a los clientes. Mi abuelo trabajaba en una aserradero, cerca de Toluca, y pasaba de vez en cuando por el pueblo. En una ocasión esperó a que mi abuelita saliera del trabajo, y se la robó, llevándosela a vivir al aserradero. Tiempo después regresaron al pueblo para casarse, y más adelante se vinieron a vivir a la Agrícola Oriental. Mi abuelita nunca hablaba de su familia, ni de su vida, así que poco pude aprender de sus costumbres.
Mis padres nacieron ya en el Distrito Federal y gran parte de sus vidas ha estado ligada a la Agrícola Oriental. Se conocieron cuando estudiaban en la escuela primaria URSS, se enamoraron, se casaron, y tuvieron tres hijos, entre los que me encuentro yo, Yazmín. Una joven a la que le gusta subirse a los arboles, y ver el atardecer desde sus ramas. Que le gusta entender la naturaleza, regar las plantas, y observar como crecen.
Pareciera que la familia no te marca y que uno solo construye su vida, pero no es así. Si mis abuelos no hubieran nacido en un pueblo yo no entendería lo importante que son los hornos de pan en noviembre, durante las celebraciones del día de muertos; ni tampoco por qué los panteones se vuelven punto de reunión con familiares y amigos, ni el significado de la danza de los chinelos, o la importancia de las fiestas familiares donde se entretejen lrelatos del pueblo donde comenzó nuestra historia, aquel que siempre tendrá los brazos abiertos para recibirnos.

Xilacayoapán 1905


Mi abulelo Aurelio Pérez nació en un pueblito cercano a Huajuapan de León, en un familia muy sencilla, mi bisabuelo, era músico, el murió en la revolución, nunca encontraron su cuerpo, dejando así a mi abuelo pequeño, su mamá falleció también tiempo después, obligandoló a dejar ese pueblito, cuna de grandes heroes anónimos, marchandose así a la aventura desde muy joven, a las edad 12 años junto a sus hermanos, viajando por caminos y carreteras a pie, hasta llegar a Veracruz, donde comenzó a trabajar en todo lo que se pudiera, pasando los años, conoce a mi abuela Josefina Cabrera, nieta de españoles, hija de padre mexicano y madre española, se casan y tienen 12 hijos, viven casados en Villa Miguel Alemán, un pueblo cercano a Cordoba Veracruz, la familia era muy grande, así que no alcanzaba el dinero para mantenerlos, después de algunos años, los hijos mayores, mis tíos; Rutilo Pérez, Ángel Pérez, Luz Ma. Pérez, comienzan a buscar trabajo, en panaderías, lavando ropa, planchando... no terminan la escuela, mantienen a sus hermanitos, mi abuela trabajaba en las casas haciendo la limpieza, o vendiendo frutas afuera de los mercados, mi abuelo, seguía trabajando en el campo, en lo que fuera, vendiendo, cargando caña, en carpintería, entre otras cosas.

Cuando los hermanos mayores crecen, se van a buscar trabajo a la Ciudad de México, en donde llegan a la central de abastos por ahí de los 80´s, en busca de empleo, comienzan a crecer minúsculamente, es entonces como llega mi padre el menor de los 12 hijos de Aurelio y Josefina, y se va a trabajar con mi tío Rutilo, que había comenzado un negocio de Lonas, aprende el oficio, y se dedica al propio, mi papá no terminó sus estudios, más que la secundaria, ya que sus hermnos, también vivían una crisis économica muy severa y ya no podían apoyarlo, con el paso de los años, conoce a Edith Tecalco, mi mamá, pero ella vivia en el mismo pueblo, y mi papá fue por ella y se la trajó a la Ciudad de México, se casan y me tienen a mí, aún con el poco trabajo y las incomodidades de no vivir en casa propia, pasan los años, y gracias a la migración de mi abuelo, que fue el que decide salir desde el rincón de Oaxaca a Veracruz, teniendo a sus 12 hijos, y mis tíos que buscaron otra salida al venir al Distrito Federal, es por eso que hoy en día tengo una vida mucho mejor, gracias al esfuerzo, al trabajo y las ganas de salir adelante de mi familia.

Desarraigo


Por Francisco Castañeda


Te imagino caminar, descalza, con el frío en tus pies, mientras recorrías Patrimonio, en Puebla de los años veintes. Y es curioso que en éste momento, mientras escucho una canción de Agustín Lara, de ritmo acompasado, vea tu imagen tan nítida, meciéndome en tus piernas en aquel departamento de la Moctezuma.
Mientras camino por las calles de la Obrera, las mismas calles que tu recorriste hace un buen de años atrás, cuando tu tierra materna ya no daba para más. Los primero hijos te nacieron, y tuviste que trabajar en una fonda, cerca del campo de béisbol, donde los Pericos del Puebla iban a comer. Luego siguió aquella fabrica donde dejaste la vida, la salud y todas tus ganas. Mientras los niños salían de tu vientre, tu ibas trabajando y trabajando. Fabrica, fonda, cualquier cosa con tal de alimentarlos, y así fue que la tuberculosis te atacó, robándote medio pulmón.
Así seguiste, como continúan las cosas en esta vida, entre madrizas del marido en turno, el cuidado de tus seis hijos, cinco varones y una hija, mi madre, aguantando el paso de los años con el escapulario entre las manos, apretándolo con fuerza, rezando porque no había de otra. Un trabajo tras otro, mientras la ciudad de apoco te iba expulsando, mientras el cuerpo te iba pasando factura. Las oportunidades se agotaron y te viniste al DF a vivir con tus hermanas. Con el dolor de los que sienten que han pertenecido a una tierra y tienen que dejarla.
Recuerdo cuando nos cuidabas, a mi hermana, mi hermano y a mi. Parecía que no entendías nada, pero ahora entiendo que en tus ojos se traslucía la nostalgia por un tiempo que no espera a nadie.
Ahora que estoy en la esquina del lugar donde dicen que viviste antes de que mi padre conociera a tu hija, y la historia se desenvolviera como lo hizo. Vuelvo a ver tu caminar, jorobado y lento, mientras me llevabas de la mano al mercado de la Moctezuma. Los mismos pasos de cuando salías a buscarme con toda calma para avisarme que la comida estaba lista, o cuando llegaba bien grifo a la casa y te veía pasear frente a mí con un plato de arroz recién calentado, contándome como cortabas la fruta en aquel pueblo que dejaste, o cuando Luis Alcaraz estaba de moda.
Repetías una y otra vez que deseabas regresar a Puebla para morir. Hasta que caíste enferma y una embolia acabó con la mitad de tu cuerpo, confinándote a una silla de ruedas. Y entonces por primera vez, aquella doña Lupe, Lupita, mi abuelita, la que nunca parecía descansar, tuvo que permanecer quieta, porque no podía mover ni madres, ni para cagar, ni para comer, ni para vomitar.
Me acuerdo de aquellas mañanas cuando bajaba de mi cuarto y te veía en la silla de ruedas con la mirada llena de nostalgia. Mirabas para todos lados suplicando que terminara aquello, porque hasta para salir de la vida tuviste que sufrir. Yo neta que suplicaba contigo para que acabara todo. Hasta que por fin nos escucharon abuelita. Te fuiste una mañana de domingo, mientras los huesos me dolían por la cruda. No recuerdo mucho de aquél día, solo que cuando te vi tendida en la cama por una extraña razón los huesos dejaron de molestarme. Para entonces, a los dos ya no nos dolía nada.

Abuela Lupe

Te imagino caminar, descalza, con el frio en tus pies, mientras recorrías Patrimonio, en Puebla de los años treintas. Y es curioso que en Este momento, mientras escucho una canción de Agustin Lara, vea tu imagen tan nítida en pasajes que no recuerdo donde haber escuchado, y escucho ese ritmo acompasado, ese ritmo-muy parecido al ritmo de los maderos de San Juan-de esas canciones que me cantabas en aquel departamento de la Moctezuma mientras me mecías en tus piernas. Pero, porque no regresamos un poco m·s, mientras camino por las calles de la obrera, las mismas calles que tu recorriste hace un buen de años atrás, cuando tu tierra materna ya no te daba para m·s. Entonces regresamos a ese lugar, cuando los primero hijos te nacieron, y trabajabas en una fonda, cerca del campo de béisbol, donde los Pericos del Puebla iban a comer, en aquella fabrica donde también dejaste la vida, la salud y todas tus ganas. Porque mientras los niños iban saliendo de tu vientre, tu ibas trabajando y trabajando. Fabrica, fonda, comida, todo por comida y por ella la tuberculosis te atacó, robándote medio pulmón y un pedazo de costilla. Y asÌ seguiste-como de por si-, siguen las cosas en esta vida, entre las madrizas del marido(en turno), el cuidado de los hijos(eran 6)-he hija, porque mi madre nació de ahí también-, aguantando el devenir de los años con el escapulario entre las manos, apretándolo con todas las ganas, rezando por rezar o tal vez porque no había de otra. Porque asÌ fueron, un trabajo tras otro, mientras la ciudad de apoco te iba expulsando, mientras el cuerpo te iba pasando factura de la madriza que le estabas parando. Unas madrizas por esos hijos, que queriéndolo o no ahí están, chambeando algunos y otros muriéndose de hambre-y que esa mañana de domingo- sin un solo reproche estuvieron. Y es que como siempre, las oportunidades se agotan y entonces, te viniste con mi madre, al Df, con tus hermanas a vivir, con ese dolor que cuando sientes que has pertenecido a alguna tierra te duele dejarla, como si fuera una deuda imposible de pagar. Al menos eso pienso ahora, que me acuerdo cuando nos cuidabas-a mi hermana, hermano y a mí- y lo hacías cuando parecía que no entendías nada, porque siempre en tus ojos había un dejo de nostalgia por aquello que ya viviste, por lo que dejaste pasar en el devenir de un tiempo que no espera a nadie. Y ahora que estoy en la esquina, donde dicen que viviste algún tiempo antes de que mi padre conociera a tu hija y la historia se desenvolviera como lo hizo, me acuerdo de tu caminar, jorobado y lento, mientras me llevabas al mercado de la moctezuma de la mano o al parque, también me acuerdo de ese caminar cuando estaba morrito y me la pasaba jugando fútbol y salias con toda calma para decirme que la comida estaba lista y también me acuerdo de ese caminar-más esa vez puta madre-, cuando bien grifo entraba a la casa y te paseabas frente a mí, con un plato de arroz recién calentado. Y en ese momento, cuando el dolor parecía avasallarte, me contabas de aquel pueblo que viviste, cuando arrancabas la fruta o cuando Luis Alcaraz estaba de moda e inclusive nos contabas de tus hijos, los que extrañabas cada vez más, cuando decías que ya querías regresar a Puebla para morir ahí-seguramente sabías algo que nadie más-, y lo repetías una y otra vez, hasta que caíste enferma, una embolia entró, asesinándote la mitad de tu cuerpo, confinándote a una silla de ruedas. Y entonces por primera vez, aquella doña Lupe, Lupita, mí abuelita, la que nunca parecía descansar, ahora no se podía mover para casi ni madres, ni para cagar, ni para comer ni para vomitar. Y me acuerdo de esas mañanas, cuando bajaba y te veÌa en esa silla de ruedas, a veces con una mirada llena de nostalgia-m·s cuando encontramos aquellas fotos, donde estabas con todas tus hermanas, las que ya se fueron- y la mayorÌa de las veces con esa forma de ver el mundo, ver para todos lados con una suplica implícita de terminar con eso, porque hasta para salir de la vida tuviste que sufrir, casi tanto como al transitar por ella. Yo neta que suplicaba contigo, para que ya acabara esto para ti. Hasta que por fin, nos escucharon abuelita, por fin. Y te fuiste una mañana de domingo, mientras los huesos me dolían por la cruda. No recuerdo mucho de esa mañana, m·s que cuando te vi tendida en la cama y por una extraña razón ya los huesos no me dolían, como seguramente a ti ya no te dolía nada.       














Los sabores de Oaxaca

Por Sandra Pérez

El no encontrar manera de vivir en tu tierra, hace que cada año miles de oaxaqueños tengan que salir a buscar soluciones fuera de su estado, pero siempre con la esperanza de volver.

Mis padres son parte de esa migración. Con apenas un año de casados, decidieron dejar atrás sus vivencias oaxaqueñas, para venirse a la ciudad de México. La noche del 24 de diciembre de 1968 fue cuando tomaron la decisión. Atrás quedaron Santa Tlapacoya, el pueblo de mi padre, y Ayoquezco de Aldama, de donde proviene mi madre.


Llegaron a la casa de una hermana de mi padre, que vivía en Ciudad Neza. Al poco tiempo mi padre encontró trabajo, y mi madre comenzó a vender tamales y atole, negocio que junto con el salario de mi papá, nos dio la posibilidad de estudiar a mis cuatro hermanos y a mí.

Soy la última de los cinco hijos, unos nacidos en el estado de México, y otros en el DF.

Desde pequeña me di cuenta que era diferente a mis compañeros, porque me la pasaba hablando de mi pueblo, su río, y de comida desconocíida para ellos. Tan identificada me sentía con esas cosas, que cuando regresaba al DF las extrañaba. Añoraba el olor característico de la leña que se utilizaba para cocinar o la luz que entraba a la cocina por las rendijas de las ventanas de carrizo.

La convivencia con la familia también me hacía sentir distinta. Mis primos utilizaban palabras que yo desconocía, y para jugar necesitaban juguetes de moda, mientras que a mi me bastaban el campo, el agua y la tierra. Un viaje en carreta jalada por toros, se convertía en una aventura. Y ni hablar de las comidas en el campo, donde la cecina, el tasajo y los elotes nunca faltaban.

Ni el tiempo ni la distancia me han hecho olvidar mis orígenes. Cada vez que puedo regreso al pueblo de mis padres. Y aunque viva en ciudad Neza, basta con abrir un tamal hecho por mi madre, para que Oaxaca se vuelva parte de mí.


Una migración en busca de oportunidades
Por Susana Silva
En poblados dispersos por la Sierra Norte del Estado de Puebla empieza mi historia como migrante. Mi abuela materna dejó su lugar de origen, El Encinal, porque no quiso ser la mujer de un cacique. La madre de mi papá salió de Zihuateutla, porque decidió ser la mujer de mi abuelo. Las dos familias, por distintas direcciones, llegaron a Necaxa “la cuna de la industria eléctrica”.
Mi abuelo paterno, había decidido trasladarse a Necaxa para formar una familia y encontrar un trabajo que le permitiera vivir dignamente. A pesar de la difícil decisión de dejar sus tierras, su familia, sus costumbres, se volvió electricista. En esa época no era una decisión tan sencilla: la gente le temía a la corriente eléctrica pues creían que mataba gente. Mi abuelo tuvo que aprender el oficio, porque hasta entonces se había dedicado a labores del campo.
Quizá también inició como migrante y como electricista porque los pueblos que conformaban antes Necaxa, fueron desalojados para poder establecer las plantas hidroeléctricas y los terrenos que les ofrecieron como indemnización estaban en un lugar alto de la Sierra Madre Oriental.
Soy la menor de seis hermanos. Mi padre es electricista -como mi abuelo y como la mayor parte de los hombres de Necaxa-- y mi madre ama de casa. Fui educada a regañadas y mimos por mi abuela materna, mi madre y mis cuatro hermanas mayores entre cerros verdes, plantas hidroeléctricas y la neblina de la sierra. Mi pueblo, tradicional y pequeño, sólo tiene escuelas de educación media superior, y las posibilidades de los que quieren seguir con sus estudios se reduce a una sola palabra: migrar.
Con la beca del sindicato al que pertenece mi padre, y el apoyo de mi familia decidí cruzar el puente de Totolapa y recorrer la sinuosa carretera federal que me traería al Distrito Federal para poder entrar a la universidad. Como muchos otros jóvenes de mi generación, y de generaciones anteriores como las de mis hermanos mayores, tuvimos que salir en busca de oportunidades. Migramos no porque quisiéramos dejar a nuestra familia y nuestras raíces, sino porque la superaión exigía ese precio. Y como la gran mayoría que sale prometimos regresar.
Hoy, mi pueblo y la industria que lo mantuvo más de cien años se extinguen, tras la desaparición de Luz y fuerza del centro, al igual que una parte de mi identidad. Regresar a Necaxa resulta inviable porque se encuentra al borde de un colapso económico, pero permanecer lejos, tampoco. Mis raíces siguen allá, pero siempre me acompañan. Me recuerdan que al igual que mis abuelas migré para ejercer mi derecho a transformar mi futuro, y tal vez, como ella, pueda lograrlo.


De sangre Mixteca
Soy Ilse y tengo 21 años, vivo con mi madre, María de 41 años, mi padre, Julio de 45 años, y mis hermanas Verónica de 23, Karen de 20, Andrea de 18 y Daniela de 10. El oriente es el lugar donde vive mi familia, donde he crecido junto a mis hermanas, pero también el lugar donde he construído mi identidad y mis ideas.
En esta colonia de la delegación Iztacalco se dio por primera vez mi encuentro con la realidad. Tras las inocentes tardes de verano en bicicleta por mi barrio, empecé a vislumbrar el esfuerzo de cientos de obreros que trabajan en las inmensas fábricas de giros desconocidos que hay en mis rumbos. Empecé a darme cuenta de su cansancio y su hartazgo, de las interminables jornadas en medio del ensordecedor ruido, para sumar unos pesos más a su  salario mínimo, o veía convivir en improvisados comedores al pie de las banquetas, a jóvenes, adultos y personas de la tercera edad, durante los  veinte minutos que duraba su comida.
Pero mi identidad también se ha formado con recuerdos que viajan de la Ciudad de México hasta Oaxaca, estado natal de mis padre y abuelos. Mi mente guarda imágenes de la sierra Mixteca, del bosque de ocotes que rodea la casa de madera donde viven los abuleos, del cuartito donde guardan su maíz, de su tierra.
En aquel poblado de la Sierra Mixteca, Santo Tomás Ocotepe, celebran con una gran fiesta a su santo patrono, Santo Tomás de Aquino, con música, comida, y danzas donde los jugadores, disfrazados con ropas coloridas  y cascabeles en los pies, no paran durante todo el día.
Fue ahí, en diciembre del año 1986, durante esta festividad, que María y Julio se conocieron, comenzaron una amistad que de regreso a la Ciudad de México se convirtió en noviazgo. Año y medio después, el matrimonio, que esperaba a su primera hija Verónica, llegó a la colonia La Cruz.
Mi padre nació en Santo Tomás en el año de 1967, y cuando tenía dos años emigró con mis abuelos, Pedro y Flora, a Veracruz, para trabajar en el cultivo de la  cañas. Ahí vivieron apenas un par de años. Con aspiraciones de tener una mejor fuente de trabajo y de ingresos, llegaron la capital a una colonia recién fundada, la Granjas México, donde radicaban muchos de sus paisanos oaxaqueños. Está ubicada aunos minutos del río Churubusco, caudal que hoy día se encuentra cubierto por cemento, y que circunda la ciudad al desembocar en el Circuito Interior. Ahí Pedro, mi abuelo, aprendió y comenzóa ejercer el oficio de afilador, que por más de cuarenta años desempeñó recorriendo las calles del Oriente. 
Mi madre María, nació en el mismo pueblo, Santo Tomás Ocotepec, en 1971, donde vivió con su madre, Josefa, y ocasionalmente con su padre, Clemente, quien radicaba por temporadas entre Oaxaca y el D.F. Las desigualdades que veía en su entorno, le generaron el deseo de partir hacía el centro del país para  ayudar a su familia y también para continuar con sus estudios. Fue así que a los quince años de edad emprendió sola el viaje rumbo a la capital.
Aquí en la ciudad, mi padre desde pequeño comenzó a trabajar junto a su madre, en el mercado de Jamaica. Aunque llegó a entrar a la preparatoria, tuvo que dejarla al poco tiempo para yudar a su familia, heredando el oficio de afilador de su padre.
Al llegar a la ciudad mi madre se instaló con una tía en la colonia Portales, pero después comenzó a trabajar en una casa, donde se quedó a vivir, y así pudo continuar con sus estudios y enviar dinero a su familia.
Después de conocerse, María y Julio tuvieron un noviazgo de un año y medio, que culminó en su boda en el año de 1988 en el estado de Oaxaca.  nació en la colonia Agrícola Oriental, donde nací yo y mis tres hermanas menores.
El matrimonio se ubicó en la delegación Iztacalco, en la colonia la Crua, ahí vivieron durante un año. En 1994, Julio y María, con sus cuatro hijas, Verónica, Ilse, Karen y Andrea, después de cambiar de domicilio por varias ocasiones, pero siempre dentro de la zona oriente de la ciudad, rentaron una vivienda en la calle Cafetal, de la colonia Granjas México, en la delegación Iztacalco. En esta misma calle, nuevamente, en el año 2000 cambiaron de casa, y para el 2002 nació su última hija, Daniela.
Y es así, que desde el Oriente del Distrito Federal, donde hoy radicamos, donde hemos encontrado y construido diversas oportunidades, mi familia de raíces oaxaqueñas, constituida por siete miembros, ha encontrado  su hogar, ha escrito  su historia, sin olvidar sus raíces, pues en mi casa siempre ha estado muy presente Oaxaca, en el dialecto que mis padres y abuelos usan, el Mixteco, y en las costumbres y valores.
El Oriente está en mis recuerdos de la niñez, mi educación primaria y secundaria, los amigos de la infancia, mi encuentro con las desigauldades sociales, en la calle Cafetal, en donde se encuentra mi hogar. La zona en que he crecido, en que mis hermanas y yo, con el esfuerzo de mis padres, hemos buscado otras opciones de estudio y de trabajo. Donde encuentro mi identidad, eriquecida por mi pasado, por Oaxaca. Es el lugar donde duermen y despiertan los sueños de mi familia.


Entre el bullicio y los olores del tianguis

Janette Martínez



El Oriente es mi hogar. El lugar que me ha visto crecer a lo largo de los 26 años de mi existencia, y que al igual que yo, ha sufrido las transformaciones del tiempo. Desde niña estos lugares me han parecido el salón de clases más importante de todos y mis mejores maestros los integrantes de mi comunidad: la señora de los tamales de la esquina, el señor del pan o el de la verdura. Conn sus pláticas comencé  a tener perspectivas de cómo llegaron de diferentes lugares del país para construir  una vida mejor.
Tal como mis padres lo hicieron al dejar su natal Puebla hace casi ya 33 años, sin más acompañante que el espíritu de lucha engendrado por mis abuelos años atrás en los campos de siembra de San Juan Tejupa.  Allá nació don Jacinto, y creció haciendo surcos con la yunta para cultivar su maíz. 
Mi papá tuvo una infancia dedicada a las labores propias del campo y el cuidado de ganado, pero con la particularidad de tener que desempeñar el papel de padre para sus hermanos menores cuando mi abuelo los abandonó. Tal vez por ese motivo tiene cierta dureza, a causa de todas las adversidades de las que fue víctima a muy temprana edad. Desde niño trabajó como un hombre adulto para apoyar a mi abuela que se dedicaba a vender o intercambiar las tortillas que hacía en la mañana en las plazas de otros pueblitos, es por esto que admiro mucho a la gente que trabaja duro y hago lo posible para tener esa perseverancia.
Allá también creció mi abuela materna, doña Vicenta, que todas las mañanas se levantaba muy temprano para hacer las tortillas para todos sus hijos en una cocina donde se mezclaban los olores del atole de masa, el sonido del cacao al molerse con la canela y el azúcar en el metate para hacer el chocolate, o los múltiples ingedientes que llevaba el mole, y sus pláticas en su lengua ancestral, el náhuatl,  que nunca transmitió a sus hijos quizás porque pensó que les traería problemas, cosa que hasta la fecha me causa mucha tristeza.
Curiosamente mis padres Ema y Octavio no se conocieron sino hasta llegar al DF, donde cada uno desempeñaba distintos oficios en la búsqueda de esa mejor vida. Era el comienzo de los años 80 y tras un corto noviazgo llego mi hermana mayor y con ella, la búsqueda de un lugar para establecerse fue así que llegaron a el valle del polvo como le decía mi mama, este poblado que una vez fueron tierras de siembra como las que ellos habían dejado, lleno de carencias sin agua potable, luz, ni servicios.  “Fueron años duros pero salimos adelante. Tenías que caminar mucho para llegar hasta la autopista y encontrar transporte para poder salir a trabajar y también el agua era escasa, la  abastecían pipas pero siempre era insuficiente. Por eso  los baños públicos eran famosos  en esa época”, me cuenta mi madre.
 Con el paso del tiempo llegamos más integrantes a esta familia y también más avances en nuestra nueva colonia como la luz, la creación de los mercados, escuelas.
El comercio siempre ha sido el sostén de mi familia  y los tianguis nuestra segunda casa, por eso el ver siempre caras nuevas se me hizo costumbre. Crecimos entre la bullicio y los olores de los tianguis, entre la gente que también viene de diferentes lugares para tener una mejor opción de vida.
Mis padres son una historia más de migración de los muchos que conforman esta zona, de gente que ha traído sus raíces y tradiciones para hacer una extensión del lugar donde crecieron y con la que he adquirido el sentido de pertenencia e identidad.

De Tejupan a cd Neza


Ricardo Noé Betanzos Alva



Isaías Betanzos Santiago, mi abuelo paterno, era originario del municipio Villa Tejupan de la Unión, Oaxaca, en tierra mixteca. Allá su familia sobrevivía de la ganadería y la agricultura. Tenían animales en corrales, vacas -cuya leche vendían en el centro del pueblo-, caballos y burros. En el campo se sobrevivía de la siembra del maíz, frijol, trigo, zapote blanco y zapote negro.
Cuenta mi abuela Francisca Carmona Hernández, que el abuelo salió de Tejupan porque ya no había trabajo, ya que la siembra se iba a medias, la mitad era del dueño de la tierra y la otra parte era para quién la sembraba. “En aquellos tiempos una enfermedad azotó a los animales del rumbo, y antes que llegara al pueblo mi suegro decidió matar 60 vacas. Tenía la carne tendida como ropa, secándose. Tu abuelo también quería estudiar en el Distrito Federal, ser Licenciado”.
Académicamente no lo logró, pero en la colonia todos le llamaban así, reconociendo el trabajo que hacía por su comunidad.
En la última etapa de su vida, formó una organización llamada UPEPAG (Unión de Productores, Expendedores de Pan y Abarrotes en General) una de las 140 organizaciones que representan a los 570 municipios de Oaxaca. A dos calles de donde vivo hay una cancha de basketball que se pudo hacer por la forma en que mi abuelo organizó a los vecinos. De la misma forma, por la organización vecinal, se llevó acabo la primaria donde estudié: “Dr. Jorge Jiménez Cantú” -nombre debido al entonces gobernador del Estado de México-. Eran días enteros los que mi abuelo se pasaba en Toluca gestionando antes de regresar. Ya en casa mi abuela le decía: “¿Para que tanto embrollo? Tus hijos ya están grandes” Él repondía: “Es para mis nietos”.
A partir de ese hecho se le invita a participar en la vida política del municipio. Fue co-fundador y presidente de la organización el FORO (Frente de Organizaciones Revolucionarias Oaxaqueñas). Desde su actividad social y su interés por ayudar a los inmigrantes Oaxaqueños, realizó la gestión para que se donara un terreno, donde las manos y el trabajo oaxaqueño de los agremiados al FORO, fieles a la tradición del tequio, crearon la “Casa del Oaxaqueño (Centro Cultural Oaxaqueño)”, lugar de hospedaje a las personas que llegaban desde el Estado de Oaxaca buscando mejores condiciones de vida en Nezahualcóyotl. Llegó a ser el Quinto Regidor del municipio y Secretario de Servicios Generales. Nunca quiso meter a sus hijos en la política “es muy sucia, es mala, mejor que mis hijos estudien y se dediquen a trabajar en otra cosa”- recuerda mi abuela-. Eran los tiempos del partido hegemónico.
Cuando llegó al DF en un autobús viejo de pasajeros, el primer trabajó que realizó fue el de mesero en eventos nocturnos. Él vivía con mi abuela sobre la Avenida Argentina en el centro de la ciudad, allí mismo trabajó de peón en una panificadora, hacia el pan y lo iba a vender. Se enrollaba una toalla en la cabeza poniendo encima una canasta llena de pan y recorría con la bicicleta las calles de la ciudad. Mi abuela cuenta que los vecinos, entre ellos mi abuela, compraron varios puestos en la Candelaria con el dinero que ganaron en la lotería. Allí pasó muchos años de su vida vendiendo dulces, frituras, refrescos y cigarros cuando mi abuelo formó otra familia. En un principio subía a los camiones a vender, progresivamente con la perdida de fuerzas se fue asentando en el puesto únicamente.
Con el tiempo decidieron mudarse de casa, llegando a asentarse en ciudad Nezahualcóyotl -si es que en esos años podría considerarse ciudad- en la Col. Metropolitana. En aquel tiempo Neza era un municipio del ex-vaso de Texcoco, donde la
basura, las tolvaneras, los charcos, y los tugurios eran parte de la vida cotidiana.
Mi abuelo encontró trabajo en un expendio de pan. Haciéndose de unos ahorros puso su amasijo y una churrería en la casa. Eran tiempo difíciles. Mi abuela por lo regular atendía la churrería, tenía tres quemadores para cocer los churros y las donas. En una ocasión se empezó a quemar el negocio y casi se enciende la casa. Otra vez mi abuela estaba levantando el canasto de pan para ponerlo sobre el mostrador, y el esfuerzo le provocó un aborto, al que siguieron más adelante otros dos. Ahora dice: “¿Qué hubiera hecho con 11 hijos?” En el amasijo no les iba mal, pero mi abuelo quería establecerse en una esquina para hacer negocio y volvieron a mudarse.
Llegaron a un terreno en la col. Ampl. Villada Oriente que prácticamente era un “lago”. Ninguno de los vecinos había querido establecerse en ese terreno donde incluso las personas se iban a nadar, pero era lo que mi abuelo buscaba porque estaba en esquina. Para poder construir tuvo que hacer zanjas y desviar el curso del agua. Como no había energía eléctrica la gente la tomaba del cableado público. Los postes de luz eran muy pocos y muchos estaban sostenidos por tablas en cruz. Cuentan también que las inundaciones eran enormes por la falta de drenaje. Para conseguir agua potable se formaban grandes colas para esperar turno frente a la llave. Las casas estaban hechas de láminas de cartón y los terrenos cercados con tablas, rocas, lazos o lo que pudiera delimitarlos. Las primeras iglesias también estaban construidas de láminas de cartón, afuera, la campana se sostenía con maderos sobre una tarima equilibrada por el peso de rocas, amarrándola con cadenas o lazos. La carencia y el hambre era la constante.
En ese lugar que sería la vivienda de mi abuela de toda su vida, pusieron un amasijo que posteriormente se transformaría en expendio de pan. No había escuelas, así que las clases se impartían en las propias casas, una de ellas era la de mis abuelos, donde se improvisaba un salón de clases con bancas y una vecina que era profesora impartía las clases de primaria. Se hizo un criadero de puercos, un comerciante pasaba por las calles y los lodazales gritando “¡Se compran puercos!
Aquellos tiempos ahora parecen lejanos. Neza cambió y el esfuerzo de mi abuelo rindió frutos. En este momento sus nietos quieren darle la satisfacción universitaria que vislumbraba en su mente. Mi hermana estudia la Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica, mi hermano la Licenciatura en Bioquímica Diagnóstica y yo ya concluí mis estudios de la Licenciatura en Filosofía.



Del Bajío a Iztapalapa

Isaac Martínez Serrano

Mis raíces provienen de  una zona de aguanieve en Mazamitla al Occidente del estado de Jalisco. Una cordillera montañosa donde los árboles terminan en punta afilada y  los ríos  en lagunas. Vengo de la actividad del campo, fruto de siembra de una cosecha que florece en el verano, de esa tierra fértil  que sé caracteriza de igual manera por el cuidado del ganado vacuno y la actividad lechera.
Emano de quién se levanta diariamente a las 5 de la mañana para comenzar la labor, una de esas tantas semillas que ha sembrado el abuelo Julio, campesino que este inicio de primavera cumplió 94 años. Quien día a día  despierta en las madrugadas, toma el sombrero, cuchillo, chamarra y sin ningún alimento, sale de la casa de adobe a trabajar al campo entre la corpulosa niebla.
 Maternalmente surjo de la misma latitud Michoacana, mejor conocida como  el Bajío. Producto  de un lugar donde en cada respiro se huele historia y brinda panoramas de inmensas longitudes de mirasoles. Sin duda después de la conquista la población sufrió además de un mestizaje, una imposición religiosa, soportaron también un robo y explotación de minas de metales preciosos, entre ellos el Oro.
Pero  mi sangre corre en Iztapalapa, corre por cada una de sus calles: transita en el metro, camiones o microbuses, se dispersa en los semáforos; con el tamalero, zapatero, con Don Cleto el tendero,  el mecánico, chofer, la universidad y familia. Soy mezcla de diferentes personas, colores, ideales, tradiciones y visiones de mundo; participe de una multiculturalidad y por qué no proveniente de una ola migratoria.
Vivo actualmente en una parte paradisiaca del hemisferio, en contacto con el humo y la lluvia, donde hace más de trescientos años se combatió a los españoles. Donde frente a mi, nace el Cerro de la estrella emblemático por la celebración de fuego nuevo y defensor del pueblo Mexica, observo al Popocatepetl cubierto de blanco durante el invierno y la majestuosa mujer dormida que sonrojada por el sol, custodia esta gran urbe.
Soy ese que vive, que combate,  razona, que lee y se identifica con sus ancestros y sociedad. Soy de Iztapalapa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario